Peliculas

EL ULTIMATUM DE BOURNE

De: Paul Greengrass

ÉTICA Y CINE DE ACCIÓN

El devenir de lo que se denomina cine de acción se ha transformado en gran medida en una carrera descontrolada cuyo único fin parece ser la acumulación de escenas espectaculares (no siempre entendibles) sin otra ambición que la de pretender aturdir al espectador con proezas técnicas (el ejemplo más acabado de la producción reciente es Transformers, de Michael Bay). Ante esta tendencia es bienvenida la honestidad y la dignidad de Duro de Matar 4.0, de Len Wiseman y erigida sobre la figura mítica de Bruce Willis en la piel de John McClane; y más aún son bienvenidas las obras de cineastas como Micheal Mann (Colateral, Miami Vice) y Paul Greengrass, de quien se acaba de estrenar El ultimátum de Bourne.
Para estos directores cine de acción representa otra cosa: la posibilidad de expresar una postura ante el mundo a partir del movimiento y del constante accionar de sus personajes; que entienden que el impacto físico y la estimulación sensorial son vehículos necesarios o puntos de partidas esenciales, pero de ninguna manera un fin en sí mismos. También hay que decir que si sus películas se sienten tan efectivas, ajustadas y bien hechas es porque justamente utilizan los tópicos y todos los medios industriales disponibles para construir algo más sin por eso renegar de su procedencia. Películas como las de Mann o las de Greengrass son orgullosamente industriales, y es desde esa condición –a partir de y no pese a– que despliegan sus virtudes estéticas y sus valores artísticos.

El hombre de la cámara (en mano)

Si hay un sello distintivo y notorio en el cine de Paul Greengrass es el constante uso de la cámara en mano. Este recurso, que se suele relacionar casi siempre con la búsqueda del realismo o con una sensación de inmediatez y desprolijidad, puede ser desviado (como cualquier otro recurso) hacia otros fines. Incluso un mismo autor, como en este caso, puede utilizarlo de diferentes maneras. Para la historia de Jason Bourne (que se viene desplegando en la correcta Identidad desconocida, de Doug Liman y La supremacía de Bourne, con la que Greengrass se hizo cargo de la saga), el director británico se sirve de la inestabilidad para reflejar desde lo sensorial el caos de un mundo disperso en el que el único orden posible corre por cuenta de la CIA, un perverso, criminal e impune aparato de Estado –norteamericano pero de alcance mundial– que decide la suerte de sus ciudadanos. Ese orden que impone el Estado en realidad no es tal. Lo que impone es un mundo descontrolado pero monitoreado. Aunque esto es algo que ningún ciudadano puede ver. Sin embargo, ahí está la cámara de Greengrass, que no sólo lo ve, sino que lo representa en su naturaleza más pura: el descontrol perverso y digitado. Así, la maravillosa secuencia que acontece en la estación de Waterloo, en Londres, registrada mediante constantes reencuadres, desenfoques, cortes abruptos de montaje y mucha velocidad, es la mejor manera de poner de manifiesto ese siniestro juego impuesto por la CIA, en la que los ciudadanos no son más que blancos móviles cuyo destino (vida o muerte) depende de la voluntad de un jefe de operaciones del servicio de inteligencia que, por tal condición, carece de valores éticos y sólo se puede regir por conveniencias estatales.
La secuencia de Waterloo (un prodigio de puesta en escena, además) transmite el terror del mundo actual, un campo de batalla invisible a los ojos de los ciudadanos perpetrado por el propio Estado que los contiene.

El último gran héroe

Frente a esta condición caótica y terrorífica digitada desde el Estado –la última establecida en Occidente– es necesario oponerle una nueva clase de héroe cinematográfico. Así es que nace Jason Bourne, interpretado por Matt Damond con las dosis justas de violencia, melancolía e incertidumbre. Este ex agente de la CIA sufre de amnesia, no tiene pasado y carece de vida privada (todo eso le fue robado por la agencia de inteligencia). Es el mejor resultado de un programa secreto destinado, dicen sus propiciadores, a combatir el terrorismo. Pero algo no les salió como esperaban y entonces no tienen más remedio que salir a cazar a Bourne, porque al ser un producto interno es quien mejor capacitado está para acabar (al menos en parte) con ese orden perverso.
En esta especie de juego de ajedrez que es toda la película, ambos bandos, Bourne y la CIA, se la pasan moviendo piezas: la ya citada secuencia de Waterloo es un buen ejemplo; pero mejor aún es aquella en la que el ex agente utiliza –desplaza– a Pamela (Joan Allen), única persona que se opone a los métodos de la agencia desde adentro, para desviar la atención y poner en jaque a sus rivales: infiltrarse y robar unos documentos secretos (otra vez aquí Greengrass demuestra un perfecto manejo del tiempo, el fuera de campo y el suspenso). Y en este juego, entonces, Bourne logra imponerse gracias a sus dos características más importantes: su inteligencia y su ética. Con la primera consigue vencer a las fuerzas de la CIA; con la segunda obtiene un logro personal, una superación, una salvación que, en el contexto del film, se vuelve lo más importante. Bourne lleva la marca del individualismo anarquista americano, aunque ésta se manifiesta más de manera inconsciente e intuitiva, ya que la amnesia que padece le impide hacerse una idea acabada de lo que lo rodea y, por lo tanto, asumir una posición establecida frente a ello. Sin embargo, sí practica una ética, que es individual, ya que se opone al (des)orden estatal. Cargado de culpas, con el dolor de varias muertes a cuesta, Bourne le perdona la vida a uno de sus cazadores (algo que ya se había anticipado en la primera escena). No lo hace por piedad. Lo hace por convencimiento, por esa ética que decide poner en práctica y que representa lo contrario a la maquinaria asesina de la CIA. El final, con la caída definitiva del héroe, su descanso en el agua y su renacimiento (esto es algo bien gráfico en el film), representa el triunfo definitivo de una conducta y una ética personales, las únicas posibles y necesarias, parece decir Greengrass, en mundo infernal delimitado por los aterradores tentáculos del Estado. Y lo hace a través de una película de acción, nerviosa y desesperada.