Darío Roitman (Adrián Suar), un hombre que ha vivido gran parte de su vida en Estados Unidos lejos de su familia radicada en Argentina, toma la decisión de regresar a su país natal tras recibir dos invitaciones importantes: el casamiento de su hermana Daniela y el bat mitzva de su sobrina. Sin embargo, justo antes de emprender el viaje, le llega la noticia del fallecimiento de su padre, Salomón. Este hecho no solo complica los planes de los dos festejos de la familia, sino que también reaviva tensiones entre los hermanos, quienes ven resurgir conflictos del pasado mientras enfrentan nuevos problemas. Una fórmula de guión que combina algunos lugares bien conocidos y prepara el terreno para que cada espacio previsible se cumpla en tiempo y forma. Muchas grandes películas se han movido en este esquema, pero basta con fallar en algunas áreas para que todo el truco quede expuesto y se pierda el interés.
Si uno repasa la filmografía de Adrián Suar encuentra sin problemas qué cosa tienen en común sus cuatro películas buenas: un director capaz. Las dos películas que hizo con Diego Kaplan y las dos que hizo con Juan Taratuto, funcionaron y supieron explotar al actor mejor que el resto, entre las cuales se encuentran las dos dirigidas por el propio Adrián Suar, como es el caso de Mazel Tov. Lo que funciona en la ficción televisiva argentina no sirve para el cine y esto es algo que Suar parece no entender o no poder controlar. La forma en la que la música quiere subrayarnos el tono de cada escena es aquí algo ofensiva. Es como tener a una persona sentada en la butaca de al lado diciendo: “Esto es gracioso”, “esto es emocionante”, “¡esto es inesperado!”. En el año 2025 ya no se hace cine de esta manera en Argentina. Bueno, se hace, pero qué malo resulta.
Después hay que ver qué es lo que pasa con el personaje central. Primero parece el clásico hombre de negocios sin alma, luego parece un personaje miserable sin redención, luego sus argumentos se tuercen y cambian sin que quede claro ni que piensa el director, ni qué propone el guión sobre él y sus conflictos. El hermano mayor, Fernán Mirás, parece un personaje interesante, pero también la dirección lo pone en espacios muy burdos, difíciles para cualquier actor. El cierre, que se adivina desde lejos, bordea la parodia sin serlo. Aunque en épocas de antisemitismo a cielo abierto cualquier reivindicación de la cultura judía es saludable, la película no se ve auténtica ni con respecto a eso ni a ninguna otra cosa. No es que el director y el guionista no conozcan el tema, esto es irrelevante, ni tampoco que no sea algo personal esta historia de temas familiares y conflictos personales. Simplemente no tiene vida el largometraje. Dos escenas graciosas, algún chiste perdido, algo de emoción que con ayuda de los espectadores se puede asomar y nada más. Para la próxima el consejo es obvio: contratar un buen director.