Peliculas

GRAN TORINO

De: Clint Eastwood

HERENCIA DE UN VALIENTE

En su libro sobre el western, el autor Quim Casas realizaba la siguiente semblanza de John Ford: “Ford es al western lo que Van Gogh a la pintura, Stevenson a la literatura, Mozart a la música clásica, Charlie Parker al jazz, Man Ray a la fotografía, Tod Browning al cine fantástico, Alex Raymond al comic, Velvet Underground al rock, es decir, un poeta y un innovador, un clásico y un revolucionario, un formalista y un experimentador”. El auto del título de Gran Torino es un auto de la fábrica Ford. El protagonista, Walt Kowalski (Clint Eastwood), trabajó cincuenta años en la fábrica Ford y ese fue el último auto que realizó, en el año 1972. Este dato, que cualquiera podría pensar que es producto de una mera casualidad, es una poderosa declaración que abarca varios niveles al mismo tiempo, esos niveles que pocos en el cine actual consiguen manejar como Clint Eastwood. Toda la película gira en torno de un único gran tema, el de la herencia, o más bien, sobre el legado que alguien ha de dejarle a otro u otros. Por eso es más que significativo que ese hombre se presente -sin humildad y sin vergüenza- como un heredero de la tradición de Ford y se pregunte con angustia acerca de quién tomará la posta cuando él ya no esté. Pero claro, estamos hablando del más clásico de los directores de cine de la actualidad y, por lo tanto, este profundo entramado, estas raíces que se hunden hasta el corazón mismo de la tradición cinematográfica no impiden de ninguna manera que Eastwood nos cuente una película lineal, clara en la superficie y fácil de seguir. Basta decir que la película logró el primer puesto en la taquilla norteamericana, algo maravilloso para una obra de tal profundidad, cuyo elenco está conformado en su mayoría por debutantes, y su protagonista es un octogenario no aggiornado. La grandeza de Eastwood consiste justamente en trabajar con la misma maestría con la que lo han hecho los grandes genios en su madurez. Cuando uno ve los últimos films de John Ford, Howard Hawks, Yasujiro Ozu, Robert Bresson, Alfred Hitchcock, u Orson Welles, puede percibir que todas las ideas que dichos artistas han trabajado a lo largo de toda su carrera llegan en ese momento a su punto más exacto, más puro. No hay muchos cineastas que tengan ese nivel de madurez. Por eso Eastwood brilla particularmente, al tiempo que se arriesga a ser malinterpretado. Ya sabemos que, desde siempre, la mediocridad solemne da mejores resultados, y justamente por eso nos alegra saber que el público acompaña esta nueva obra del maestro. En Cazador blanco, corazón negro, Clint Eastwood interpreta al director de cine John Wilson (basado en la figura de John Huston) quien le dice a su guionista “Las cosas simples son las mejores, la base del arte importante es la simplicidad” y luego le agrega “Stendhal lo entendió bien, igual que Flaubert, Tolstoi, Melville. La simplicidad los hizo grandes”.

En Gran Torino, Clint Eastwood interpreta a Walt Kowalski, un veterano de la guerra de Corea, que ha enviudado y que decide quedarse a vivir en el mismo barrio, aun cuando éste ha entrado en decadencia y está empezando a ser habitado por extranjeros, particularmente orientales, latinos y negros. De pronto, una serie de eventos lo hacen acercarse a una familia “hmong” (ó miao, ó mong) que vive al lado de su casa. Que Eastwood haya elegido ese grupo, entre todos los posibles grupos orientales, es una decisión que no debería ser subestimada. Si bien la metáfora es universal, los hmong tienen un historial en su pasado que alude a una culpa que carga el gobierno norteamericano y que hace que la ideología del film tenga más capas de las que aparenta. A partir de esta premisa básica y codificada, Eastwood despliega su inclaudicable clasicismo narrativo, su estatus de estrella legendaria y una ética tan clara y firme, que no se preocupa ni por un instante por conformar a los que leen las películas a partir de la mera corrección política. Y no porque no sea consciente de que ésta exista, sino porque sabe que la ética y los valores de una persona exceden los reglamentos de un mundo que siente horror ante la complejidad en el arte. Ni la corrección política ni la verosimilitud pueden ser factores a tener en cuenta al momento de analizar una obra, no lo han sido nunca, y no tienen por qué serlo ahora. Perderse en detalles efímeros es la prueba de no querer comprometerse en profundidad con un film. Por eso es tan valioso que quien nos lleve por este camino sea alguien conocido por su coherencia artística y ética, alguien que carga consigo una trayectoria de cincuenta y tantos años como actor y cuarenta como realizador, pues es lo que nos permite confiar. Eastwood se muestra acá nuevamente preocupado por sus obsesiones habituales, a las que le suma su preocupación por el futuro de la siguiente generación. Sus herederos, ya sean sus hijos u otros jóvenes, son una preocupación constante en sus películas, y, a juzgar por Million Dollar Baby, Río Místico, El sustituto y Gran Torino, esa preocupación es intensa y profunda, e incluye la culpa y la angustia de no saber cómo cuidarlos o de no poder evitar que les ocurran las desgracias que a cualquiera le puede deparar esta vida. Es significativo que el film se parezca mucho a Honkytonk Man (1982), en donde Eastwood dirigía y también interpretaba a un cantante de country en su último camino. Allí su sobrino era su heredero (y lo interpretaba Kyle Eastwood, el hijo de Clint) y quien terminaba el film haciendo suyos sus objetos más preciados y personales. Como cineasta conservador, Eastwood cree en los valores que considera correctos aunque estén fuera de moda, aunque éstos no son forzosamente los que mejor representan el conservadurismo. Eastwood vuelve acá sobre la idea de que los vínculos de sangre no son necesariamente los más auténticos o verdaderos, y que un padre, un hijo o un hermano, son lazos que también pueden elegirse. A la gente no la une la sangre, la une la mirada del mundo, la ética, la lealtad, las ideas en común. Lo mismo ocurre con la religión. Kowalski sólo respeta al cura cuando reconoce en él ciertos valores cercanos a los propios, y no por su investidura. Y a la hora de confesar por primera vez en su vida aquello que realmente lo atormenta, se lo confiesa a su vecino/discípulo/amigo/heredero, Thao. Estas dos confesiones Eastwood las muestra en una escena doble, en donde la simetría es tan brillante como emotiva, pues pone al descubierto los dos niveles de humildad que una persona puede tener, por un lado, frente a la religión, por el otro, frente a un ser amado. En su vejez Eastwood sigue buscando respuestas y planteando preguntas. Como su maestro Ford, su mirada se ha tornado oscura y trágica. La vida tiene esos colores, después de todo. Pero como en Ford, su lucidez y su genialidad artística son en sí mismos un don generoso que ambos han sabido compartir con nosotros, los espectadores. Se nota claramente que Gran Torino es una obra grande de Eastwood, simple, sí, pero grande, ambiciosa. Por eso también hay claros ecos de El último pistolero (The Shootist, 1976) dirigida por el mentor de Eastwood, el gran Don Siegel. Este film -la última obra maestra de Siegel- supuso la despedida de la pantalla del actor preferido de John Ford, John Wayne, quien luego de realizar más de cien películas, se despedía de la pantalla con un rol a la altura de su carrera, lo que no es poco decir. Wayne interpretaba a un cowboy anciano con una enfermedad terminal, quien en un mundo que ya había cambiado demasiado, él intentaba arreglar sus últimos asuntos antes de morir. En el camino, además, buscaba enseñarle algo y dejar una herencia moral a un joven (interpretado por Ron Howard). La enfermedad del personaje era exactamente la misma que sufría el actor en la vida real y que luego de quince años de batalla se lo estaba llevando. Personas de coraje todos ellos, John Ford, John Wayne, Don Siegel y Clint Eastwood. Capaces de enfrentar con lucidez y sin resentimiento, con una mirada amarga pero no por eso menos clara, los temas más angustiantes y complejos de la vida. Una forma de hacer cine que requiere ética y rigor. Un cine donde el director tiene claro su objetivo y no lo pierda jamás. La coherencia artística que no se estanca y que siempre tiene algo nuevo para ofrecer y sorprender, aun pareciéndose siempre a sí mismo. Ese parecido surge de tener identidad, estilo, algo para decir y una gran sabiduría para hacerlo.
Que alguien como Eastwood ponga toda su maestría al servicio de hacer este tipo de cine, en donde se ocupa de reflexionar a través del arte, y no se pierde en conceptos oscurantistas ni entretenimiento vacuo, nos hace recuperar la esperanza en el mundo. Lo mismo que durante décadas hizo el maestro John Ford. Frente a la pregunta ¿Quién siguió los pasos de John Ford? La respuesta es Clint Eastwood. Cabe preguntarse ahora: ¿Quién seguirá los de Clint Eastwood?