Peliculas

LA CHICA QUE SOÑABA CON UNA CERILLA Y UN BIDON DE GASOLINA

De: Daniel Alfredson

SORDIDEZ, Y NADA MÁS

La trilogía Millennium del fallecido autor sueco Stieg Larsson, y de la que La chica que soñaba… es su segunda parte, es uno de los mayores éxitos editoriales a nivel mundial de los últimos años. Por lo tanto no debe extrañar que cada una de las novelas haya tenido una adaptación en su país de origen, ni de que se esté por lanzar una miniserie. Menos aún debería llamar a sorpresa que en Estados Unidos ya se hayan comprado los correspondientes derechos para una nueva adaptación en pantalla grande bajo la dirección de David Fincher. La pregunta que surge es si la obra literaria originaria tiene tanto valor, o si merece tanta atención. Claro que no necesariamente el material base para una película tiene que ser un texto destacado; buena parte de las mayores películas de los Estudios de Hollywood (es decir: buena parte de las mayores obras de arte del siglo XX) fueron adaptaciones de novelas desechables, sin valor y olvidadas. Claro que cuando se habla del cine de los Estudios (ese que se convino en llamar clásico) se lo hace en referencia a un momento muy particular de la historia del hacer estético, y de ninguna manera se la puede igualar a modos de producir de épocas muy distintas, como la actual (y menos aún si se trata de algo producido fuera de la territorialidad norteamericana). Digamos, a groso modo, que la única regla que parece regir ahora es explotar hasta las últimas consecuencias todo producto que haya demostrado tener éxito en algún nicho de ese no-lugar, de ese ente invisible pero siempre tan dominante llamado mercado. Es por esto que las películas de la serie Millennium deben entenderse más como productos de un negocio en expansión que como el resultado –positivo o negativo- de algún tipo de búsqueda estética. ¿Que en Hollywood también se trataba de hacer negocios? Por supuesto; pero nadie puede negar que ese negocio fue el sostén de algo más, de mucho más. Todo era llevado a otras instancias. Había una idea de totalidad que excedía la mera explotación comercial, y por ello existen grandes films, incluso obras maestras, realizados por directores menores, por llamarlos de algún modo
La chica que soñaba… está, evidentemente, dirigida por un director menor. Pero aquí, como además no hay detrás ninguna estructura que permita que se produzca un plus, un aura, todo queda en la mediocridad más absoluta. Existe una sensación que se percibe frente a algunas (malas) películas y que es muy difícil de explicar y probar por escrito. Sin embargo, puede sentirse muy fuertemente. Es esa sensación de que mientras pasan las imágenes, se nota el peso del guión, de la palabra escrita. Eso sucede con esta película. Nada parece surgir naturalmente en ese otro mundo que se va formando delante de nosotros. Ni los personajes y sus características, y mucho menos la continuidad de las acciones. La ilusión de ver un mundo a escala jamás se produce. No hay mímesis alguna, para decirlo en términos aristotélicos. Y tampoco hay suspense, para decirlo en términos hitchcockianos.
Hay una historia policial: una investigación periodística sobre tráficos de mujeres y prostitución, que se complica luego del asesinato del asesinato del joven redactor encargado del asusto y por el terminará involucrándose Mikael Blomkvist, uno de los dos protagonista principales. A su vez, la otra protagonista, Lisbeth Salander, una joven atormentada por un pasado lleno de violencia y abusos, se ve involucrada en los asesinatos relacionados a la investigación y como todo lo que sucede en su vida en el fondo tendrá que ver con oscuros asuntos familiares. Las historias de los protagonistas, cuya relación se estableció en la primera entrega de la serie, transcurren de forma paralela, con comunicaciones virtuales, hasta que se encuentran en el final. Esta trama policial jamás consigue generar un clima misterioso. Y radica aquí el centro de todas sus carencias. Porque en la concepción actual que se tiene sobre los relatos de corte policial (ya sea en literatura o cine), ya no importa lo misterioso ni el suspense, sino que se hace hincapié en el impacto que la violencia, lo sórdido, lo oscuro. Alguien podría afirmar que Millennium es una crítica a la vida moderna ya que presenta a Suecia como un verdadero infierno. Pero en realidad más que una crítica, o una reflexión o una mirada, se trata de una exhibición de bajezas humanas sin ensayar sobre ellas ninguna noción moral o ética. Eso debería radicar en la figura de Blomkvist, pero entre la pésima tarea de guionistas y director, y la imposible performance del actor, tal posibilidad queda diluida.
La chica que soñaba con una cerilla y un bidón de gasolina es una exposición de horrores. Y sobre todo un vaciamiento de ciertos tópicos de una clase de relatos (los llamados de forma general y algo arbitraria como novelas negras y films noir) cuyos mayores exponentes, desde Raymand Chandler a Ross Macdonald, y de Jaques Tourneur a Fritz Lang, han sabido describir los más bajos fondos sin transformarlos un mero exhibicionismo comercial, que es una de las más corrientes formas del nihilismo.