Peliculas

LA VIDA DE LOS OTROS

De: Henckel Henckel von Donnersmarck

EL CAZADOR OCULTO

Táctica de los hombres malos

Toda relación de poder en la que éste se ejerce en forma despótica está siempre atravesada por el mismo principio rector, una regla intrínseca al propio ejercicio del despotismo que le garantiza el dominio de la opresión por sobre cualquier esbozo de resistencia. Ese precepto perverso consiste, básicamente, en poner en funcionamiento técnicas conducentes a operar la supresión del Otro. Una supresión que no sólo se entiende en términos de la desaparición física, sino también ideológica. Su anulación como sujeto y su consecuente conversión en objeto. Objeto de estudio, objeto de persecución, objeto de represión y, finalmente, objeto de eliminación. Esta despersonalización paulatina de las personas es aquello que permite su verdadero cercenamiento, pues al despojarlos de cualquier ropaje humano sus existencias se cosifican.

Los gobiernos totalitarios basan gran parte del éxito de sus sistemas represivos en la generalización de esta norma. El gobierno socialista que imperaba en la antigua República Democrática Alemana no le escapó tampoco a esta práctica. Así, entre otras instituciones al servicio del régimen, la policía secreta de seguridad (Stasi) se dedicaba a investigar la vida -tanto pública como privada- de cualquier ciudadano sospechoso de ser opositor al sistema para suprimirle sus derechos básicos.

La vida de los otros (Das leben der anderen, Alemania, 2006), opera prima del director y guionista alemán Florian Henckel von Donnersmarck, se adentra por los sinuosos caminos de este tema para contarnos la historia de un hombre que, mientras se sumerge en el cumplimiento de su deber de despojar a Otro de su condición de ser humano, ve -inesperadamente- restituida su propia condición de ser sensible, su propio atributo de persona, volviendo a dotar de vida a su corazón inanimado.

Este hombre es Gerd Wiesler (Ulrich Mühe), un competente oficial de las filas de la Stasi, a quien se le ha encomendado la tarea de investigar en forma clandestina la vida de un escritor e intelectual sospechado de oponerse ideológicamente al régimen, Georg Dreyman (Sebastián Koch), y de su mujer, la reconocida y bella actriz Christa Maria Sieland (Martina Gedeck). Corren los años previos a la caída del muro de Berlín y los tiempos no son propicios para los artistas que buscan hacer oir su voz ni dentro del propio cerco perimetral, ni fuera. Y Wiesler es el encargado de acallar a Dreyman. Para ello, la burocrática república le pone al servicio un minucioso sistema de escuchas que no deja ningún área de la vida íntima de la pareja al descubierto. Así es cómo este agente se entrega durante gran parte de sus días a oir, a través de micrófonos estratégicamente ubicados en el departamento, cada uno de los movimientos del matrimonio, en aras de delatar alguna actitud sospechosa. Sin embargo, lejos de revelar hacia fuera las conductas opositoras de Dreyman, sus dichos, sus opiniones escritas, sus confabulaciones, Wiesler va a revelarse a sí mismo su propio mundo sensible -durante tanto tiempo reprimido. Pero este gesto de humanismo, esa pequeña y -asimismo- gran concesión que va a permitir que aflore, no será gratuita, sino el motor inicial de una gran tragedia de la que será, a la vez, artífice y víctima junto a sus vigilados.

Estrategia de los hombres buenos

Wiesler se adentra en el universo intelectual y emotivo de esa pareja de artistas, los oye charlar, hacer el amor, divertirse, discutir, leer en voz alta un libro de Bertolt Brecht, llorar el suicidio de un amigo, tocar en el piano una sonata de Beethoven. Cada una de esas acciones ajenas va a erosionar la epidermis de un espíritu frío y exánime para comenzar, poco a poco, a revestirlo de humanismo, a dotarlo de vida. Aunque el destino ya no le permita a ese hombre cambiar el curso de las cosas, al menos, le va dejar un resquicio para su redención.

Y es precisamente en este pasaje de lo oscuro a lo diáfano, de lo apacible a lo aciago en donde reside el gran acierto de la película, la clave de su efectividad y -silenciosa, por debajo- la maestría de un guionista y director que domina a la perfección el difícil arte de narrar. Es que allí en donde La vida de los otros contiene su mayor cuota de emotividad es donde más depurada y sutil se vuelve. Una austeridad a la que contribuye la magistral interpretación de un actor que sabe que la expresividad del silencio o de una simple mirada es una corriente de agua subterránea que presiona sobre el imaginario con mayor fuerza que mil palabras. Y de ello se sirve para mostrarnos ese movimiento que se opera en el interior de su personaje, y lo desnuda hasta vaciarlo de su último dejo de brutalidad, a través de la revelación de un gesto plagado de expiación, ante la absorta mirada de nosotros, los espectadores, que no podemos evitar conmovernos.

Entonces, es cuando cabe hacerse la pregunta obligada: ¿a través de qué elemento puede Wiesler redimirse? ¿Cuál es el vehículo a través del cual un ser siniestro alcanza a convertirse en paradigma de lo humano?

Develarlo no es más que correr el velo del mismo proceso a través de la cual, por ejemplo, uno puede emocionarse con esta película. El misterio, agazapado, se aloja en eso, no siempre fácil de definir, a lo que llamamos arte. Esa expresión producto de la actividad humana puesta al servicio de dotar al mundo real o imaginario de algún sentido.

“¿Daría usted el cuerpo por el arte?”, -le pregunta el personaje de Christa Maria a Wiesler, en una de las mejores escenas de la película. Y la frase acierta en forma paradojal, pues ella decide exponerlo hasta las más inimaginables consecuencias y, sin embargo, en el caso de Wiesler, la posibilidad de acercarse al arte y dejarse erotizar por el mismo es la condición a través de la cual él logra corporizarse.

Así pues, a partir de la mitad de la película asistimos a la demostración de la inversión del orden de la regla que mencionábamos al principio de esta nota. Ya no se trata de despojar al Otro de su condición de persona, de cosificarlo para poder ejercer su dominio, sino de permitirle que el arte lo revista de humanismo para convertirlo en un sujeto deseante, dotarlo de vida y devolverle la libertad.

El escritor Dreyman y su mujer se convierten para Wiesler en un espejo en donde poder mirarse y descubrir el vacío y la opacidad de la vida propia hundiéndose frente a la vastedad enriquecedora de la vida de los otros.