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Zatoichi (2003)

Cuando uno admira a un realizador de importante trayectoria y probado estilo visual, se enfrenta a cada nueva película con un doble deseo: algo nuevo y algo ya visto. Reconocer el cineasta, pero al mismo tiempo sorprenderse con su cine. Al deslumbramiento absoluto que producen obras maestras como Escenas frente al mar (Ano natsu, ichiban shizukana umi, 1991) o Sonatina (Sonatine, 1993), le siguen las películas donde uno ya conoce al realizador y puede sentirse a gusto con su arte. Flores de fuego (Hana-Bi, 1997) está a la altura de los films mencionados y tuvo estreno en salas comerciales en Argentina y todo el mundo, colocándose como la obra cumbre de la carrera de Takeshi Kitano. Una vez alcanzado este punto, defensores y detractores del cineasta empiezan a discutir cuáles son sus films “importantes” y los “menores”, categorías siempre complejas, más aun cuando se habla de un realizador contemporáneo en actividad.  Zatoichi (2003) podría, por su raíz popular y por muchos de sus elementos, considerarse de forma apresurada como un film menor. Aunque ya se sabe que una clave de los grandes maestros es que en todas las formas de su cine tienen algo irrepetible y extraordinario para ofrecer. Volviendo a lo reconocible y a lo nuevo, no hay dudas de que Zatoichi tiene un estilo visual distinto a lo que acostumbramos en Kitano. Es un auténtico film del realizador, pero desde la puesta en escena nos encontramos con algo completamente distinto. Incluso Hermano (2000), un film que muchos consideraron el desembarco de Kitano en Hollywood, bastaban un par de planos para reconocer al director. Su particular idea del montaje entre dos planos, de constante sorpresa y originalidad para armar una escena; las figuras estáticas como imágenes de comic; la violencia durísima y directa y hasta las formas del humor que practica se reducen aquí a su mínima expresión o experimentan notables cambios. Sólo algunos momentos muy concretos como el tonto del pueblo caído en el piso luego de recibir un golpe con un trozo de leña o algún plano previo a una pelea podrían considerarse completamente fieles a las ideas del director. Pero por otro lado hay algo que sí mantiene no en el montaje entre planos sino en la estructura general del relato. La forma en que cambia los tiempos, utiliza el flashback muchas veces sin un solo indicio de ese cambio, y la manera en que estructura las situaciones de varios personajes es una marca reconocible del director y uno de sus interesantes recursos. Indudablemente las variaciones estéticas tienen que ver con el personaje elegido y por más estándar que uno quiere creer que es esta película, claramente se trata de un film personal alejado del estilo reinante en el cine actual. Si acaso esta es la variante más comercial de Kitano, entonces estamos frente a un excelente cine comercial. Qué este sea el cine masivo es un alivio y un acto de justicia con los verdaderos autores.

Está claro que se trata de un film que tiende a quitarle peso a la violencia (él mismo pidió al encargado de hacer los efectos especiales de la sangre que esta surgiera como flores en la pantalla) y a hacer hincapié en la búsqueda de justicia de los personajes y el establecimiento de una nueva gran sociedad. Una sociedad integrada con los restos de la familia pero concebida como un lugar donde los vínculos de lealtad no son necesariamente de sangre. La lealtad entre amigos –un tema muy cercano a Takeshi Kitano- adquiere aquí una forma mucho más luminosa más allá de la particular melancolía que acompaña a sus historias, algo que también es habitual en el director. El grupo que se conforma en el film y la fiesta de cierre son la prueba del final de la corrupción y el comienzo de una sociedad moderna, integrada y feliz. La escena del baile final, no creo que alguien dude, es un momento inolvidable, que entra en la historia del cine sin problemas y produce una emoción, una euforia y una alegría como pocas otras películas han logrado captar en estos años. Un clásico moderno que mezcla sin problemas estilos de distintos países y épocas en una conjunción digna de un maestro desprejuiciado y maduro.