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LA INVASION DE LOS USURPADORES DE CUERPOS

De: Don Siegel

UN MUNDO FELIZ

La invasión de los usurpadores de cuerpos es una de las más perfectas y efectivas obras de arte cinematográfico jamás realizadas. Y al igual que su director, Don Siegel, centra gran parte de sus méritos en la pureza de su narración, en la exacta mezcla de géneros y en un estilo visual sin fisuras. Invasion of the Body Snatchers, tal es su título original, forma parte del esplendor de la ciencia ficción en el cine norteamericano de la década del 50. Filmada en 1956, la película tiene el mérito de diferenciarse notoriamente de sus compañeras de generación, todas muy inferiores en calidad artística a este film, a excepción, sin duda, de El increíble hombre menguante (1957), de Jack Arnold, otra obra cumbre construida con los mismos méritos que el film de Siegel.

Nada es azar

En tiempos en que sólo el cine incomprensible, árido e insufriblemente aburrido es considerado arte, La invasión de los usurpadores de cuerpos nos recuerda que el arte cinematográfico no necesita de ese hermetismo snob que aportan las narrativas confusas, sino más bien todo lo contrario. El film de Don Siegel fue subestimado en su momento, sin embargo, el tiempo fue quien dio el veredicto final acerca de sus méritos. Ver esta película en la actualidad resulta tan placentero como lo debe haber sido hace 50 años para los espectadores de la época. En tan sólo ochenta minutos consigue atrapar con el desarrollo de una historia inolvidable, con un clima único y una reflexión sobre el ser humano digna de las grandes obras de arte de todos los tiempos. El mérito debe encontrarse en el cruce de talentos que el film posee. Para empezar, el productor es el legendario Walter Ranger, que atesora entre sus muchos créditos a Solo se vive una vez (You Only Live Once, 1937), de Fritz Lang; La diligencia (Stagecoach, 1939), de John Ford, y Corresponsal extranjero (Foreing Correspondent, 1940), de Alfred Hitchcock. El guión, basado en la novela de Jack Finney, es de Daniel Mainwaring, un guionista experto en film noir, que es el responsable de títulos como Retorno al pasado (Out of the Past, 1947), de Jacques Tourneur; El gran Robo (The Big Steal, 1949), de Don Siegel, y La muerte al acecho (The Hitch-Hiker, 1953), de Ida Lupino. El estilo noir es una de las claves del film, pero es sin dudas su director, Don Siegel, el artífice principal de esta película.

El hombre que sabía narrar

Su carrera como director comenzó ganando sendos Oscars al mejor corto de ficción y al mejor corto documental, ambos en 1945, pero para entonces llevaba años como montajista de Warner Bros. ¿Algún título de aquella época de editor? Héroes olvidados (The Roaring Twenties, 1939), de Raoul Walsh, director con el que Siegel trabajó en muchos de sus mejores films, lo que no es poco decir. También Casablanca (1942), de Michael Curtiz figura entre sus títulos de aquellos años de montajista. Dirigió la segunda unidad de El sargento York (Sergeant York, 1941), de Howard Hawks y del film ganador del Oscar Decepción (All the King’s Men, 1949), de Robert Rossen. En cuanto a su carrera como director de largometrajes, todo comenzó con El veredicto (The Verdict, 1946) y siguió con más de treinta films entre esa fecha y 1982, año de su último film. Algunos títulos son: Rebelión en el presidio (Riot in Cell Block 11, 1954), Héroes del infierno (Hell is For Heroes, 1962), Los asesinos (The Killers, 1964), Los despiadados (Madigan, 1968), Harry, el sucio (Dirty Harry, 1971), El hombre que burló a la mafia (Charley Barrick, 1973), El último pistolero (The Shootist, 1976), Alcatraz, fuga imposible (Escape from Alcatraz, 1979). Cada uno de estos títulos merece un estudio aparte, y ésta es una selección entre muchos otros títulos extraordinarios. La invasión de los usurpadores de cuerpos pertenece a la primera parte de su carrera, donde se hizo famoso por ser uno de los precursores del cine clase B, como una forma de arte que con los años fue reivindicada. No hablamos de un cine berreta, sino de títulos de bajo presupuesto, pero de alta calidad narrativa y dramática. Cuando Siegel comenzó a hacer producciones más importantes, muchas de ellas protagonizadas por su actor favorito y discípulo, Clint Eastwood, siguió manteniendo ese espíritu narrativo original, que fue su marca de fábrica. Cómo buen montajista alguna vez Siegel dijo: “si se sacude un film, seguro que se le caen diez minutos que le sobran”. Así narraba, de forma clara, directa, seca. Y así recorría los géneros, siempre dentro de los films de acción física, que también combinaba con una violencia sin excesos pero sin concesiones. Un estilo que lo convirtió en uno de los más grandes directores de cine de todos los tiempos, una personalidad influyente que marcó a cineastas como Sam Peckimpah, Clint Eastwood, Kathryn Bigelow y Michael Mann, entre otros muchos. También pueden reconocerse sus enseñanzas en directores como Martin Scorsese o Steven Spielberg, por nombrar a dos más.

La felicidad

Si tomamos el comienzo del film con el plano de la estación del pueblo de Santa Mira (el prólogo y el epílogo fueron una imposición que no afecta para nada a la historia), observamos cómo Siegel nos introduce en la historia sin problemas, presentando un pueblo al que el protagonista, el Dr. Miles J. Bennell (Kevin McCarthy en el rol de su vida) regresa luego de un congreso. No hay invasiones masivas, no hay nada fuera de lo común, sólo los pequeños primeros indicios de que algo no funciona del todo bien. Ahí ya la película ha ganado su batalla. Porque en su comienzo casi realista el film nos indica que lo importante no es una invasión extraterrestre, sino la metáfora que contiene. “Un niño que decía que su madre no era su madre, una mujer que decía que su tío no era su tío”, con esa frase comienza a revelarse poco a poco una verdad terrible, que las personas están siendo reemplazadas por unos dobles idénticos que no son ellos y cuya manifestación más clara de esto es su ausencia de sentimientos. Esta “invasión” fue interpretada como un discurso anticomunista y también como todo lo contrario, como un discurso anti maccarthista, por su denuncia al intento de eliminar las diferencias ideológicas. Pero Siegel respondió que no era ninguna de las dos cosas. Sin embargo, analizada hoy la balanza se inclinaría hacia la idea de denunciar la persecución ideológica en Estados Unidos, más que a la amenaza comunista de aquellos años. Sin embargo, es cierto que el horror del film se halla en una idea más terrible aún y que consiste en que las personas más cercanas a nosotros ya no son quienes eran y que, aunque recuerden y sepan todo sobre nosotros, algo en ellas ya no está más. Inquietante metáfora sobre la pérdida de los sentimientos, el deseo y la identidad, la película excede por mucho a los temas políticos y se sumerge en terrores más profundos y universales. En algún lugar del camino, las personas dejan de ser ellas mismas, tan simple y tan claro como eso. No es casual que la pareja protagónica del film sean un hombre y una mujer que han salido recientemente de sus respectivos divorcios, prueba inequívoca de que los sentimientos de las personas cambian con el tiempo. Pero también es mostrado claramente el deseo sexual que ambos se profesan, así como el sentido del humor en los personajes y sus temores, todos rasgos de clara humanidad. Por eso uno de ellos les dice “El amor no dura, nunca lo hace”. Tan interesante es el tema que la historia aparece en muchos otros films y ha sido directamente vuelta a filmar en tres remakes, la de 1978, dirigida por Philip Kaufman, la de 1993, a cargo de Abel Ferrara y ahora, en el 2007, realizada por Oliver Hirschbiegel.

La forma perfecta

Filmada en un hermoso formato scope, la película combina la ciencia ficción con el cine de terror y el film noir, al punto que casi pertenece más a estos dos últimos géneros más que al que oficialmente la historia del cine le otorgó. Pero la narración intenta, en el primer cuarto del film, no hacer hincapié en lo fantástico para poder introducirnos en la cotidianeidad del pueblo y los sentimientos de las personas. Recién en la primera noche, en la casa de sus amigos, comienzan las pruebas de algo fuera de todo realismo. Sin embargo, la película sostiene el suspenso y la sobriedad, y prefiere enfatizar el terror mediante una iluminación de cine negro, con fuertes contrastes y marcas expresionistas que van creando un ambiente perturbador de luces y sombras. Cada escena es exacta, sin planos de más, todo narrado sin vueltas, sin fisuras. De hecho el film tiene una voz en off que no es necesaria para ser entendido, pero que aumenta su estilo noir y queda muy bien. Tampoco se dan largas explicaciones acerca del porqué de lo que ocurre ni se debate demasiado la lógica de los hechos. El viejo oficio de contar una historia, algo que algunos de los más famosos cineastas actuales son incapaces de hacer y que lamentablemente muy pocos expertos parecen valorar. Pero no es sólo contar, sino contarla bien, con un presupuesto acotado, con el dilema de producción que significa hacer algo de ciencia ficción y terror, y con la habilidad para producir –aun hoy– el efecto deseado en los espectadores. Así como hay un tío que no es un tío y una mamá que no es una mamá, hoy sufrimos un cine que no es un cine, que es otra cosa, un híbrido que fluctúa entre la comercialidad menos elaborada y la confusión de un cine de autor sin rumbo y embobado con sus propios trucos. Por todo esto, La invasión de los usurpadores de cuerpos, de Don Siegel, posee en la actualidad un valor cada vez mayor y su mensaje nunca podrá perder vigencia. El temor a que las personas vayan perdiendo de la noche a la mañana –en el film– o poco a poco –en la vida– su identidad, convirtiéndose en entes sin visos de emociones, sólo con el instinto de sobrevivir. Películas como ésta, por suerte, son muestras apasionadas e inteligentes de humanidad.