Cine Argentino Peliculas

LA MUJER SIN CABEZA

De: Lucrecia Martel

LA MUJER QUE NUNCA ESTUVO

Si se piensa que aquello que en definitiva diferencia (y por ende, legitima) la actividad de un arqueólogo de la de un profanador de tumbas es el tiempo, se podría pensar entonces que el cine de la directora salteña Lucrecia Martel es el resultado de un fino trabajo de arqueología.
Desde su prometedor corto Rey muerto en Historias Breves, pasando luego por sus largometrajes: La ciénaga y La niña santa, hasta su último film La mujer sin cabeza, Martel ha sabido elaborar su trabajo con precisión arqueológica. Ha elegido un territorio, ha delimitado su terreno y se ha lanzado a explorar un modelo de grupo humano en un momento determinado. El resultado de tamaña tarea es una obra que brilla tanto por su coherencia interna como por su capacidad para representar la variedad de matices de toda una sociedad.
En la época precolombina, la extensión de lo que hoy es la provincia de Salta formaba parte del Imperio Inca, una civilización que consideraba la naturaleza como sagrada, en particular las montañas, pues se creía que éstas eran dioses protectores de las comunidades. En sus cimas se oficiaban ceremonias religiosas en las que se sacrificaban niños, especialmente escogidos por su belleza física, en pos de estrechar los lazos entre los hombres y las deidades. En el año 1999, una expedición dirigida por un investigador norteamericano alcanzó la cumbre del volcán Llullaillaco, a 6.730 mts. sobre el nivel del mar. Allí hallaron tres tumbas con los cuerpos congelados de tres pequeños que habían sido ofrendados cinco siglos atrás y que, por las condiciones climáticas del lugar, se encontraban en perfecto estado de conservación. Junto a ellos se encontraron también cincuenta piezas que conformaban su universo en miniatura. El gobierno provincial ordenó entonces construir un museo exclusivamente destinado a dar cobijo y cuidada exhibición a los cuerpos de los que se conocen como “Los niños del Llullaillaco”.
¿Cuál es la relación entre esta anécdota, que nos remonta a los orígenes incaicos del pueblo salteño, y el cine de Lucrecia Martel? La respuesta es tan simple como compleja: la importancia del cuerpo como reservorio del tiempo.
En las sociedades pequeñas, en donde los lazos sociales endogámicos se tensan hasta rozar lo incestuoso, el cuerpo cobra singular importancia, tanto por su materialidad como por su ausencia. En sus tres películas, Martel hace foco en esa representación corporal al exponer a sus personajes a deseos, goces y padecimientos físicos, todos imbricados de una fuerte dosis de endogamia. Una mujer que atraviesa la decadencia de su cuerpo aferrada al alcohol (en La ciénaga), una mujer divorciada y sola que comienza a padecer ciertos signos de sordera (en La niña santa), una mujer infiel (Verónica) que sufre un accidente y “pierde la cabeza” (en La mujer sin cabeza), más toda una gama de personajes secundarios a los que les pesa su cuerpo (una joven que intenta reprimir el deseo entregándose a la religión, una adolescente que sucumbe al erotismo lésbico pero que no puede mover su cuerpo porque padece hepatitis, etc). Esta presencia física, por momentos agobiante, tiene su correlato también cuando el cuerpo está ausente: tanto el niño que muere en La ciénaga, como el que es “atropellado” en La mujer sin cabeza están representados en el film por su ausencia. Martel “sacrifica” los cuerpos pero se abstiene de mostrarlos en un ejercicio de sublime pudor cinematográfico, casi como si de un ritual religioso se tratara. Su capacidad para dosificar esa “mostración” física es directamente proporcional a la que posee para manipular los materiales cinematográficos. Martel utiliza la cámara con maestría, sabe cuándo, cómo y hasta dónde iluminar un cuerpo en el plano. Su intensidad narrativa está prácticamente concentrada en ello. Por eso también puede darse cuenta cuándo prescindir de su presencia por completo o cuándo simplemente evocarlo apenas con una huella (en el comienzo de La mujer sin cabeza, en el vidrio de la ventanilla que conduce el personaje de Verónica se pueden observar las marcas de dos manos pequeñas, el indicio de que un niño pasó por allí pero ya no está).
Esta particular decisión autoral que toma Martel, de otorgarle trascendencia a los cuerpos en sus películas, está vinculada también a dar cuenta del tiempo, pues si es en el cuerpo en donde se inscriben las experiencias vividas, o sea, el tiempo, entonces, cuando el cuerpo no se encuentra, no aparece o no es visible, es como si el tiempo no hubiera pasado o no se hubiera inscripto. Algo de esto sucede en su último film. Cuando Verónica “pierde la cabeza” el tiempo se vuelve disruptivo, pues allí -en la cabeza- es en donde se deposita lo inscripto, o al menos, la consciencia (o inconsciencia) de lo vivido. Es por ello también que el agua, un elemento emparentado de manera metafórica con el tiempo por su posibilidad de fluir constante, cobra especial importancia en la película. El agua a veces está, a veces no. En las canillas, en la canaleta que corre paralela a la ruta y que traslada el agua del río, en las piletas (la que es descubierta enterrada en el jardín de la casa de Verónica, y la del club-hotel), en la tormenta. El agua que casualmente es la que lava o destiñe el falso rubio del cabello de Verónica, como si con la decoloración de la tintura también se escurriera su memoria.
Martel sabe, como sabían los incas, que el cuerpo lleva inscripto lo vivido, y que por eso puede dar cuenta del pasado y servir de enlace entre éste y el presente, convertirse en un virtual conector de épocas. A este ritual de “sacrificio” le entrega, en gran medida, su cine. Todo lo demás que pueda decirse de una compleja obra cinematográfica le cabe también a La mujer sin cabeza. La excelente dirección de actores, la ominosa y estilizada banda sonora, el amplio espectro de luz que presenta cada escena, la posición y el ángulo de cámara precisos, la equilibrada puesta en escena, todos los elementos puestos al servicio de una intensidad dramática que no se ajusta a los cánones clásicos del relato, pero que se hace sentir por vías menos convencionales.
Llullaillaco, el volcán en donde fueron encontraron los cuerpos de los niños incas, debe su nombre a una particular característica. “Llulla” significa en quechua “mentira”, “cosa engañosa”, “aparente o falsa”. “Llaco” quiere decir “agua”. Las dos palabras unidas y traducidas serían el equivalente a “agua del engaño”. Las montañas, es bien sabido, son grandes reservorios de agua, cuanto más elevada es su altura, más importante suele ser su vertiente en la época de deshielo. El Llullaillaco, sin embargo, pese a sus más de 6.000 mts de altura no posee esta condición, ya que carece casi por completo de vertientes. El agua no está donde debería, como si el tiempo hubiera dejado de fluir, como si un cuerpo hubiera sido mutilado, como si a una mujer le faltara la cabeza.